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domingo, 30 de noviembre de 2014

La Tierra necesita que comas mejor


Lo que comemos afecta no sólo a nuestra salud, sino también a la del planeta. En los últimos años, el desarrollo económico, el crecimiento de las ciudades y el aumento de la población han cambiado la forma en la que la humanidad se alimenta, alejándose cada vez más de dietas tradicionales como la mediterránea y evolucionando hacia otras formas de alimentación donde la carne es la protagonista, en detrimento de las frutas, las verduras, las hortalizas o las legumbres.


Estos cambios están haciendo mella en nuestra salud, ya que está aumentando el índice de masa corporal de las personas y se ha observado una mayor incidencia de la diabetes tipo 2, de enfermedades coronarias y algunos tipos de cáncer. Pero no sólo eso: al medio ambiente también le está pasando factura nuestra nueva forma de comer. Así lo afirma un estudio publicado en la revista Nature, que pone cifras a la envergadura del problema: de mantenerse las tendencias actuales, en el año 2050 nuestros hábitos alimenticios serán responsables de un aumento del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Pero el problema no es sólo a futuro, sino que ya está aquí: en la actualidad, la producción de alimentos libera más del 25% del total de estos gases, además de destruir hábitats naturales en todo el mundo. Pero no todos son malas noticias: quienes firman el estudio sostienen que si se introdujeran pequeños cambios en nuestra dieta se podría impedir la destrucción de una zona de bosques tropicales y sabanas equivalente a la mitad de Estados Unidos.

"El mayor problema actual es la producción excesiva de carne", señala David Tilman, profesor de la Universidad de Minnesota y coautor del estudio, en declaraciones a EL MUNDO. Consumimos mucha más carne que hace unos años, lo que hace que sean necesarias cantidades ingentes de cultivo para mantener a los animales. Así lo explica Lluis Serra, catedrático de Salud Pública en la Universidad de Las Palmas, quien también ha publicado un estudio en la revista Environmental Health sobre este tema: "Para producir un kilo de carne son necesarios entre 500 y 1.000 kilos de cereales", señala en conversación con EL MUNDO.

Aunque no es sólo el exceso de carne lo que ha hecho que nuestra dieta se vuelva más nociva: consumimos más calorías de las necesarias pero muchas están vacías, porque provienen del alcohol y las grasas y los azúcares refinados. "Aunque suene paradójico, conforme nos hemos ido haciendo más ricos nuestra dieta se ha hecho más insana", apunta Tilman a este periódico.

En cualquier caso, los españoles no nos llevamos la peor parte: "En nuestro país tenemos una posición intermedia entre lo que sería el consumo mediterráneo y el fast food", explica Serra, para a continuación añadir un dato esperanzador: "Si modificásemos nuestra dieta actual reduciríamos en un 72% las emisiones de gases por efecto invernadero".

Quienes más se están yendo hacia este modelo de comida rápida en nuestro país son los jóvenes, aunque por el momento "los cambios no son excesivamente alarmantes y no se han traducido en un incremento en la mortalidad", explica. El nutricionista nos da las cifras de lo que debería ser una alimentación equilibrada: "Comer carne un máximo de dos veces a la semana, fruta y verdura por lo menos cinco veces al día -en cada comida tiene que haber una ensalada- y legumbres tres veces a la semana o más". Si siguiéramos esas indicaciones le estaríamos haciendo un gran favor a nuestro cuerpo y a la naturaleza.

Además, hay que tener algo más en cuenta: la huella ecológica de lo que comemos, que muchas veces no tiene que ver con el alimento en sí, sino con otras variables. Por ejemplo, un "pez pescado en el mediterráneo y consumido en el mediterráneo tiene un impacto medioambiental muy bajo. Ahora bien, llevar un pescado de Noruega al comedor de un colegio español tiene una huella ecológica más alta", cuenta Serra.

La solución, en opinión de este experto, pasa por apostar por el consumo local siempre que sea posible. Es importante además respetar la estacionalidad de los alimentos: "No hay por qué traer naranjas de China si en España ya ha pasado la época, no es sostenible tanto tránsito de productos", sostiene.

Porque además, según explica, la cercanía tiene otro punto a favor: el sabor. Según él, "nos estamos cargando el sabor de los alimentos con tanto transporte", explica. De hecho, cada vez es más difícil encontrar un tomate que sepa realmente a tomate. "Muchas veces se da prioridad al aspecto físico y a la conservación, con lo que se pierden muchas sustancias fitoquímicas muy importantes para nuestra salud y para el alimento"

Las bondades de la grasa 'bronceada'

Jano es ese dios de la mitología romana que tenía dos caras mirando en direcciones opuestas. A este dios se le han otorgado muchos atributos relacionados con la dualidad, y si echamos la vista atrás (emulando una de sus caras) a la historia de la exploración científica, deberíamos entronizarlo también como el dios de la investigación (sobre todo nutricional). ¿Qué otro dios podría respaldar que lo que ayer era bueno hoy es malo o que lo que ayer era verdad hoy ya no lo es?


Acordémonos del colesterol, que saltó a la fama con la maldición de ser el responsable máximo de las enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, hoy en día hablamos del colesterol 'bueno' y del colesterol 'malo'. Igualmente hablábamos recientemente en esta sección de cómo las grasas alimentarias ya no tenían el estigma generalizado de antaño y que las había malas (trans), menos buenas (saturadas) y buenas (monoinsaturadas y poliinsaturadas).


En los últimos días, Jano ha amparado también otro tipo de grasa, la corporal, esa que en la sociedad actual muchos vamos acumulando de una manera excesiva e indeseada. Una grasa que en el pasado remoto de la especie humana era, por el contrario, necesaria e incluso venerada ya que podía ser la diferencia entre la supervivencia y la muerte en los tiempos de hambruna.

Esa grasa, sabemos ahora, también viene en dos 'sabores' o mejor diríamos 'colores'. La menos buena, o grasa blanca, que sirve de almacén de energía; y la buena que es la grasa marrón (o parda) que consume energía. En nuestra especie, la primera es la más común y la segunda se pensaba que sólo existía en los bebés, pero más recientemente se ha demostrado que también existe en los adultos, sobre todo en la zona profunda del cuello y sus alrededores.

Por lo tanto, en esa lucha enconada contra la obesidad, la parda es nuestra aliada y la blanca, nuestra enemiga. Lo que está claro es que en los humanos las fuerzas enemigas arrasan numéricamente a las aliadas y así lo demuestra el hecho de que cada vez estamos perdiendo más y más terreno a la obesidad. Basados en estos conocimientos, existe un gran interés por ver si podemos hacer cambiar de chaqueta al enemigo y ponerlo de nuestra parte, es decir, por convertir la grasa blanca en parda y que, desde su nuevo bando, contribuya a 'quemar' los excesos de la primera.

En los últimos años, se han ido filtrando en la prensa científica informes positivos acerca de defecciones del campo blanco al pardo, pero en los últimos días la evidencia generada por científicos del Instituto de Alimentación, Nutrición y Salud de Zúrich, recogida en la revista 'Nature Cell Biology', ha sido más convincente que nunca. Aunque, como ocurre frecuentemente, el trabajo se ha llevado a cabo en ratones y su éxito en humanos se ignora por ahora.

A este respecto, ya se había observado y demostrado que los humanos (como los ratones) somos capaces de adaptarnos al frío produciendo células grasas pardas dentro del tejido adiposo blanco. Pero se pensaba que este proceso era exclusivo de unas pocas células especiales que estaban capacitadas para tal transformación y que desaparecían cuando no eran ya necesarias. Lo que estos investigadores han demostrado por primera vez es que las células grasas blancas pueden convertirse en pardas y viceversa dependiendo de la temperatura del medioambiente. Es decir, las blancas se transforman en pardas a bajas temperaturas y éstas revierten a blancas cuando la temperatura retorna a niveles más altos.

Ante tal descubrimiento, la cura de la obesidad parece obvia: emigrar todos a los polos (ecológicamente no muy recomendable) o transformar nuestros dormitorios en neveras (poco atractivo porque no conseguiríamos el propósito buscado si nos cubrimos con múltiples mantas). Por lo que estas sugerencias tendrían un éxito similar en la lucha contra la obesidad al que han tenido otras soluciones previamente predicadas. Por lo tanto, el reto está en desvelar los mecanismos moleculares responsables de esta 'inter-conversión' que nos permitan descubrir recomendaciones y terapias más exitosas y llevaderas a través de la alimentación o incluso de la farmacología.

Quizá esto sea también un acicate inesperado para que nos tomemos más en serio lo del calentamiento global y así matar (con perdón) dos pájaros de un tiro. Imaginemos lo que ocurriría con las ya apocalípticas predicciones de obesidad mundial si les aplicamos la corrección al alza de unos grados más en la temperatura ambiente que, obviamente, entorpecerían cualquier interés de la grasa blanca en transformarse en parda.

En resumen, al igual que no estamos predeterminados genéticamente a ser obesos, nuestras células grasas blancas no parecen estar exclusivamente y únicamente dedicadas a almacenar energía sino que, en su momento y dado el estímulo adecuado, pueden cambiar su papel para convertirse en consumidoras de energía. El reto es conseguir esa transformación de una manera racional y controlada para contribuir a la lucha contra la obesidad con más armamento del que ya tenemos (pero no usamos) que es comer sano y movernos más.

Los glúcidos peores para el corazón que las grasas animales

 Doblar o incluso triplicar el consumo de grasas animales no entraña un aumento en la sangre del porcentaje de ciertas grasas saturadas nocivas para el sistema cardiovascular, afirma una investigación que acusa a los glúcidos.


Para este estudio, aparecido este viernes en la revista estadounidense PLOS ONE, 16 participantes fueron sometidos a un régimen alimentario de cuatro meses y medio.



Cada tres semanas, la parte de los glúcidos o hidratos de carbono (pan, pasta...) se aumentaba progresivamente mientras que la de los alimentos que contenían grasas animales saturadas (carne, queso) era reducida. El número de calorías y de proteínas se mantenía estable.



Estos investigadores constataron que la tasa total de grasas saturadas que había en la sangre de los participantes no aumentaba cuando comían grandes cantidades de carne roja y de lácteos e incluso disminuyó en la mayoría.



Mientras tanto, el porcentaje en sangre del ácido palmitoleico, un ácido graso saturado ligado al metabolismo de glúcidos y que parecía contribuir al desarrollo de las enfermedades cardiovasculares, aumentaba con un crecimiento del número de glúcidos consumidos.



Un crecimiento de este ácido señala que un aumento de la proporción de glúcidos se transforma en grasa en lugar de ser quemado por el organismo, explican los investigadores.



De este modo, reducir la proporción de glúcidos y aumentar la de grasas animales en un régimen alimentario bien equilibrado permite al cuerpo consumir estas grasas como carburante y evitar su acumulación, dijeron los investigadores.



Los participantes observaron una cierta mejoría de su índice sanguíneo de glucosa y de su tensión arterial y perdieron de media cerca de diez kilos durante el estudio.



"Hay un malentendido general sobre las grasas saturadas", dijo Jeff Volek, profesor de la Universidad de Ohio y miembro del equipo de investigación, quien además destacó que los estudios de población "no muestran ninguna relación entre las grasas saturadas y las enfermedades cardiovasculares."

La dieta mediterránea, alternativa a malnutrición y obesidad


La dieta mediterránea se alzó como sólida alternativa a la malnutrición y la obesidad, por beneficiosa al basarse en alimentos frescos y evitar grasas saturadas, en la Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición (CIN2) celebrada esta semana en Roma.


Se trata de una dieta equilibrada, compuesta por alimentos naturales y sanos, basada principalmente en ingredientes de origen vegetal, como cereales, aceite de oliva, frutas y verduras o vino, aunque también incluye carne y lácteos bajos en grasas.



Unas virtudes reconocidas por la Unesco, que la considera un bien Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y ensalzadas por la Reina Letizia en su discurso pronunciado en la FAO ante 170 representantes internacionales.



"La dieta mediterránea tradicional es una dieta sana", explicó el director de Nutrición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Francesco Branca, que además de los ingredientes saludables destacó el particular modo de comer de los países mediterráneos, con varias personas conversando en torno a una mesa y que se ven unidas por una "cultura gastronómica común".



Una dieta sana es, para la OMS, la mejor manera de luchar contra todas las formas de malnutrición, que amenazan la salud pública a nivel mundial.



De hecho, el motivo de estudiar la dieta mediterránea fue que, alrededor de la década de los cincuenta del pasado siglo, diferentes expertos internacionales quisieron ahondar en las razones por las que los países mediterráneos tenían menos enfermedades cardíacas y que resultaron estar en el generalizado uso del aceite de oliva.



La grasa principal es el aceite de oliva, el ingrediente que marca la diferencia de esta dieta y es que las culturas del mar Mediterráneo utilizan el "oro líquido" en lugar de otras grasas saturadas, un ingrediente que tiene una calidad mayor y mantiene bajo control los riesgos cardiovasculares.



El vino, considerado como la bebida histórica del Mediterráneo, es el acompañamiento natural del menú típico del sur de Europa, una bebida "nutriente, antioxidante, purgante y diurética" que consumían tradicionalmente los campesinos en sus comidas.



El distintivo del vino incluido en esta dieta, que suele ser tinto, es su baja graduación de alcohol y "el modo en que se consume", de manera natural junto con la comida, como una parte más del menú.



Además de ser naturales, los alimentos de la dieta Mediterránea, que fundamentalmente se considera propia de España, Italia, Grecia y Marruecos, son "mínima mente procesados", los azúcares no son refinados y la carne se consume de manera poco frecuente, normalmente una vez a la semana.



Unos hábitos alimenticios que, sin embargo, eran propios de los años cincuenta pero no lo son tanto actualmente.



Hoy en día, la OMS sostiene que la gente consume comida con demasiada carga calórica, grasas saturadas y trans, con exceso de azúcar y sal y con escasez de frutas, verduras y fibra.



Así, Braca estima que las culturas mediterráneas han pasado a creer que los alimentos propios de los países ricos "son mejores que los cocinados por nuestras madres".



Un cambio en el que también han influido los hábitos de la vida propia del siglo XXI, que obliga a comer fuera de casa, tiene una elevadísima oferta de restaurantes de comida rápida y, además, es sedentaria.



Aunque Braca consideró que no se puede ir atrás ni pretender retomar la gastronomía propia de hace 65 años, sí defendió que se puede fomentar este tipo de alimentación, con productos de buena calidad.



Una idea que compartió la Reina Letizia en su discurso, en el que manifestó el compromiso de España por "fomentar la sostenibilidad de la dieta mediterránea tradicional como parte integral de un estilo de vida saludable y equilibrado" que debe combinarse con "hacer ejercicio de forma regular y moderada".